Paula Ahumada F.[1]*
El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 alteró radicalmente el desarrollo y la historia de Chile en diversas dimensiones: personales y sociales, económicas, culturales, políticas y legales. Hoy, a 50 años de aquella fecha, no es extraño que Chile siga atormentado por este acontecimiento.
El triunfo de Salvador Allende en las elecciones de 1970 parecía ser el fruto de la fortaleza institucional del país, en la cual se era capaz de transitar por la vía pacífica electoral desde un gobierno de derecha, a uno reformista cristiano y luego, elegir presidente al candidato socialista que se reconocía abiertamente marxista. La democracia chilena estaba lejos de ser perfecta, pero la estabilidad política del país y su apego a la ley formaban parte de la identidad de la nación y así era, en efecto, reconocida internacionalmente.[2] El país seguía el camino de la razón jurídica antes que el de la fuerza, aunque el lema en el escudo nacional sea “por la razón o la fuerza”.
Desde distintas disciplinas se ha intentado explicar el quiebre de la democracia y la fractura social que divide al país. Sin perjuicio de la numerosa literatura crítica del periodo 1970-1973, especialmente la reflexión temprana que realizaron sus protagonistas desde la izquierda,[3] a partir de la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado, han aparecido otros trabajos que acusan el carácter ingenuo y sentencian la imposibilidad de la vía chilena al socialismo.[4] En lo que sigue, me interesa reivindicar la viabilidad y racionalidad del programa político de la Unidad Popular, especialmente en su dimensión legal y constitucional, ya que éste sólo puede ser efectivamente comprendido y evaluado a la luz del contexto histórico e institucional.
En segundo lugar, considero que la revisión del orden constitucional y legal que permitió presentar y realizar un proyecto transformador y revolucionario como el de la Unidad Popular, permite entender mejor la relevancia que adquiere para la dictadura la modificación de las bases institucionales del sistema jurídico y la promulgación de un texto constitucional. Finalmente, a modo de conclusión, sugiero que el éxito de la Dictadura en aquel uso estratégico de la legalidad nos ha condenado a una permanente búsqueda de legitimidad de la autoridad y del poder del Estado.
I. La Unidad Popular: la vía legal a la revolución social
¿Es posible la revolución social respetando el Estado de Derecho? En los sesenta, para muchos la respuesta a esa pregunta era positiva, no tanto por razones teóricas sino que basados en las características concretas de la evolución institucional y la práctica político-constitucional del país. Gil (1966), por ejemplo, en su conocido estudio sobre el sistema político en Chile, denomina al período de 1964-1970 “la vía pacífica a la revolución”.
En efecto, una de las características del sistema político del periodo 1958-1973 es la flexibilidad ideológica de la práctica constitucional para integrar proyectos programáticos radicalmente diferentes. Ya en la elección de 1964, se enfrentaron dos programas de gobierno que promovían transformaciones radicales en la estructura social y económica chilena: el del candidato del Frente de Acción Popular, Salvador Allende, y el del candidato de la Democracia Cristiana, Eduardo Frei, quien sería finalmente electo bajo el lema de “Revolución en Libertad”. Las diferencias entre ambos programas, entre la izquierda el centro, ya eran consideradas más bien de forma que de fondo (Gil, 1966, p. 301).
Luego del gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), para las elecciones de 1970 se enfrentan tres programas y dos de ellos –nuevamente los de izquierda y centro– proponían cambios profundos tanto sociales como económicos: Salvador Allende y la Unidad Popular y Radomiro Tomic y la Democracia Cristiana. Este último buscaba profundizar y radicalizar las reformas de Frei Montalva, incluyendo en su programa la nacionalización del cobre, la aceleración de la reforma agraria y la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas.
Por su parte, el Programa Básico del Gobierno de la Unidad Popular (UP) aprobado en 1969 tenía como fin la redistribución de la riqueza y del poder. Sus objetivos consistían en “terminar con el dominio de los imperialistas, de los monopolios y de la oligarquía terrateniente”, ya que se fundaba en un crítico diagnóstico de la economía, la cual no era capaz de entregar ni estabilidad ni desarrollo. A su vez, consideraba al estado de derecho y las libertades políticas como logros de la sociedad chilena que debían ser respetados. Entonces, a pesar de su contenido revolucionario por los cambios sociales que promovía, se sostenía que era posible realizarlos a través -y no en contra- del Derecho.
En este sentido, la particularidad del camino chileno al socialismo, esto es, su apego a la legalidad a pesar de la revolución social que buscaba llevar a cabo, no era ni descabellada ni menos imposible en el contexto de los sesenta. Por el contrario, como se ha señalado, era parte de lo que se disputaba en las elecciones. Bajo el orden constitucional del 1925 se amplió la imaginación institucional en el contexto de un mundo que vivía la Guerra Fría, y donde el electorado había ido transitando paulatinamente hacia la izquierda.[5]
Junto con el aprecio a la legalidad que trasciende la práctica política, el sistema constitucional vigente consagraba un presidencialismo con un ejecutivo vigorizado, que en los hechos parecía no tener contrapeso. Distintos comentaristas de la época dan cuenta del extraordinario poder que la Constitución de 1925 le otorga al presidente de la República, llegando incluso a ser descrita como autoritaria por el excesivo predominio del Ejecutivo (Heise, 1996 [1960]), o como un verdadero cesarismo legal (De Vylder, 1976).
Este autoritarismo presidencial podría haber sido contrapesado con la implementación de los tribunales administrativos que la propia constitución consagraba, pero nunca se dictó la ley para ello. De acuerdo a Faúndez (2011), los partidos políticos de la época tenían una curiosa concepción del constitucionalismo, denominándolo “legalismo sin tribunales”, ya que consideraban a los actos de gobierno como exentos de control. En efecto, los actos del ejecutivo no estaban sometidos a un control jurisdiccional por parte de los tribunales, y por ello, el control preventivo por parte de la Contraloría General de la República a través de la toma de razón, fue ganando crecientemente importancia.[6] Pero, en definitiva, tanto la Contraloría como la Corte Suprema eran deferentes respecto al creciente poder regulador del Ejecutivo.[7]
Una vez en el cargo, el presidente obtenía el control del gobierno central y regional. Asimismo, las reformas constitucionales de 1943 y 1970 tienen el propósito de reforzar las prerrogativas presidenciales, reconociendo su iniciativa exclusiva para presentar proyectos de ley en diversas materias (como la creación de nuevos servicios públicos, los ingresos de la Administración Pública, establecer el sueldo mínimo del sector privado, en materias tributarias y de seguridad social).
En lo relativo al área económica, dicha época se caracterizó por una política de carácter desarrollista (Rodríguez, 2017) liderada por el Estado como el principal agente para la transformación productiva. De acuerdo a Martner (1984) a fines de los sesenta el “Estado chileno era ampliamente intervencionista, regulador, benefactor e inversor”, controlando el 30% del producto nacional y el 75 % de la inversión nacional. En ese contexto, el presidente de la República contaba con amplias atribuciones, además de la iniciativa exclusiva en materia legislativa ya mencionada, ya que podía fijar una política de control de precios de los bienes de primera necesidad a través de la DIRINCO (Dirección Nacional de Industria y Comercio), y controlaba la política de fomento a la industria, comercio y en áreas estratégicas de la economía vía la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO). Finalmente, el banco estatal (Banco del Estado) tenía casi el 50% del control de los depósitos y créditos (Meller, 1996).
Entonces, bajo el contexto institucional de fines de los sesenta y de un orden estatal amplio y coordinado, no podía resultar ilusorio que una vez que se obtenía la presidencia a través de las elecciones, el Estado de derecho se presentara como un marco flexible que se adaptaba a los cambios que demandaba el sistema político. Joan Garcés (1973), el principal asesor político de Salvador Allende, destacó precisamente la elasticidad del Estado chileno, y su capacidad para integrar el surgimiento de las “fuerzas sociales populares y proletarias” sin que las contradicciones de dicho proceso derivaran en un “estallido violento institucional”. Mientras que el propio Salvador Allende, en el discurso de noviembre de 1970, expresa su confianza en que el camino al socialismo es posible bajo el sistema institucional y legal del país con estas palabras:
“El camino al socialismo en democracia, pluralismo y libertad. La flexibilidad de nuestro sistema institucional nos permitirá esperar que no será una rígida barrera de contención. Y que al igual que nuestro sistema legal, se adaptará a las nuevas exigencias para generar, a través de los cauces constitucionales, la institucionalidad nueva que exige la superación del capitalismo”.
Sería apresurado catalogar estas palabras de Allende como parte de una ilusión legalista ni como producto del error de quien no conocía el funcionamiento del Estado de Chile. Mal que mal, había participado activamente como miembro del Parlamento desde 1937, así como en el Ejecutivo en calidad de ministro y dirigente protagonista de la democracia de partidos de la época. El punto que quiero destacar es que sólo en retrospectiva, conociendo los eventos del 11 de septiembre, o de forma anacrónica, se podría calificar dicha estrategia como ingenua, toda vez que era parte de una forma de entender la política y el derecho, especialmente los alcances del derecho constitucional.
Por lo demás, esa confianza en el Derecho como camino institucional y no obstáculo al cambio social tampoco era ciega a las dificultades y problemas que podría significar el programa de transformaciones estructurales:
“Nuestro programa de gobierno se ha comprometido a realizar su obra revolucionaria respetando el Estado de derecho. No es un simple compromiso formal, sino el reconocimiento explícito de que el principio de legalidad y el orden institucional son consustanciales a un régimen socialista, a pesar de las dificultades que encierran para el periodo de transición” (Primer Mensaje anual ante el Congreso en 1971).
Y por supuesto que tuvo problemas. El derecho nunca ha sido sólo parte de una superestructura política, sino que está inmerso en las relaciones de propiedad, de generación de valor y es constitutivo del modo de producción de toda sociedad. El uso de la legalidad para la nacionalización del cobre, la estatización de la banca, la reforma agraria y el progresivo control de la economía, la transformó en un campo de batalla. En el caso de la vía chilena, el derecho fue también un espacio de disputa donde lo que estaba en juego era precisamente lo que es derecho y la “razón jurídica” era un elemento fundamental que debía acompañar cualquier medida para obtener el apoyo de la opinión pública (Novoa, 1983). En su libro Conversaciones con Allende, Regis Debray (1971) advierte a quienes buscan conocer la revolución chilena que probablemente terminarían desilusionados, ya que los enfrentamientos y debates en el país solo podrían interesar a quienes eran especialistas en derecho constitucional: “La palabra clave en todas las polémicas…no es revolución, ni justicia, ni tampoco liberación o proletariado. El término tabú, el obsesivo leitmotif es el de legalidad”.
II. La Constitución como obstáculo al cambio social: la fuerza del derecho
El desenlace de la “vía chilena al socialismo” es por todos conocido. Lo que comenzó como una hazaña que despertó miedos en algunos y esperanzas en otros, terminó el 11 de septiembre de 1973. Ese día las Fuerzas Armadas y Carabineros, conducidas por Gustavo Leigh (Armada), Augusto Pinochet (Ejército), y los autoproclamados generales Merino (Armada) y Mendoza (Carabineros) se constituyen en Junta de Gobierno y derrocan al gobierno democrático del presidente Salvador Allende. La total desproporción de la fuerza que se despliega ese día contra el gobierno constituido se traduce en la imagen del palacio de gobierno en llamas. El bombardeo a La Moneda no sólo anticipa la brutalidad de la Dictadura, sino que simboliza la destrucción de la institucionalidad política republicana y el desprecio por el orden constitucional de 1925 que había hecho posible la experiencia de la Unidad Popular.[8]
A partir de las Actas de las primeras sesiones de la Junta Militar y del “Memorándum sobre metas u objetivos fundamentales para la Nueva Constitución Política” de 26 de noviembre de 1973, se hace explícita la misión fundacional -y no restauradora- del régimen, así como su determinación en crear un nuevo orden que por definición hiciera institucionalmente inviable cualquier proyecto político como el de la Unidad Popular ( Ahumada y Muñoz, 2020). El derecho no puede volver a ser el medio, sino que servir de obstáculo al cambio social, tal como lo denunció Novoa Monreal en su conocida obra “El Derecho como obstáculo al cambio social” (1975).
Un mes después de constituida la Junta de Gobierno, Pinochet identifica en “la politiquería, el sectarismo y la demagogia” de la democracia de partidos, como causantes de la destrucción de las instituciones, y reconoce en la idea de constitución la fórmula para diseñar el futuro y “proyectar los destinos de Chile”:
“Afianzadas las metas anteriores, las Fuerzas Armadas y de Orden darán paso al restablecimiento de nuestra democracia, la que deberá renacer purificada de los vicios y malos hábitos que terminaron por destruir nuestras instituciones. Una nueva Constitución Política de la República debe permitir la evolución dinámica que el mundo actual reclama, y aleje para siempre la politiquería, el sectarismo y la demagogia de la vida nacional; que ella sea la expresión suprema de la nueva institucionalidad y bajo estos moldes se proyecten los destinos de Chile” (Loveman y Lira, 2020).
La Constitución de 1980, que pretende la legitimación legal del régimen (Hunneus, 2000, p. 214), a través del uso instrumental del derecho, condensa también el proyecto político institucional de la dictadura cívico-militar, bajo el “giro neoliberal” que se impone en los setenta y que busca implantar el constitucionalismo de seguro frente a las demandas democráticas.
El imaginario a partir del cual se escribe la nueva Constitución es el miedo a un pasado al que se le atribuye el peligro de la desintegración del “ser nacional” por el desquiciamiento del sistema político, social y económico, amparado por la Constitución de 1925. El discurso de la época que difundía el proyecto de nueva constitución explotaba el constitucionalismo del miedo, como bien lo han desarrollado Cristi y Ruiz-Tagle (2014) bajo una narrativa marcada por la dicotomía entre un pasado anárquico (años de caos y racionamiento, de cordones industriales y de expropiación), y el presente donde impera el orden y la abundancia:
“¿Alguien quiere acaso volver a una época destructiva y caótica en que las fábricas, los negocios, los campos y todo lo que produce trabajo se detuvo y no había posibilidad de progreso para nadie? Para no volver jamás a la destrucción de nuestras fuentes de trabajo: Sí a la Constitución de la Libertad”[9]
La dictadura fue exitosa en implantar un diseño institucional a partir de un nuevo texto constitucional y proyectar su visión política hacia el futuro. Pero ese éxito nos ha condenado a décadas de discusión respecto a la legitimidad de la Constitución. Por eso, si a comienzos de los setenta Debray (1971, p. 5) reclamaba que en las discusiones y debates públicos “el término tabú, el obsesivo leitmotif, la manzana de la discordia visible” es el de “legalidad” a partir de 1980 en Chile “el obsesivo leitmotif” es el de la constitucionalidad.
En efecto, el tema constitucional marca la Transición a la democracia, desde que se toma la decisión por parte de la oposición de la época de acatar el orden constitucional promulgado por (pero no para) la Dictadura (Ahumada y Muñoz, 2020), la cual entra en vigencia en 1990. En los ochenta, en circunstancias donde se discutía la posibilidad de una “Salida Político Constitucional para Chile” a las fuerzas políticas opositoras al régimen les pareció posible aceptar la eficacia de dicho orden, el hecho de la legalidad de la Constitución de 1980. Como lo manifestara Benjamín Prado, si la oposición asumía la condición de víctima de un asalto (a la Moneda) y estando golpeada, maniatada y amordazada después de años de terrorismo de Estado “mi primer interés no es discutir con el asaltante la legitimidad del acto que está ocurriendo, sino que ver de qué modo me deshago de ese riesgo y de ese peligro”[10]. Por eso, no puede sorprender la conclusión práctica a la que llega Patricio Aylwin:
“Ni yo puedo pretender que el general Pinochet reconozca que su Constitución es ilegitima, ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que tiene él es que esa Constitución, me guste o no, está rigiendo. Este es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato. ¿Como superar este impasse sin que nadie sufra humillación? Solo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad”.
La Constitución de 1980 es la más reformada de la historia de Chile, siendo las principales la de 1989 y la de 2005. A partir de esta última reforma la Constitución de 1980 se denominó la “Constitución de Lagos”, ya que lleva la firma de quien era presidente de la República en tal año, Ricardo Lagos E., también socialista. Poco a poco, quizá de una forma excesivamente lenta, el texto constitucional ha ido desprendiéndose de parte de su contenido autoritario (senadores designados y vitalicios, Consejo de Seguridad Nacional, quórums supramayoritarios para aprobar las leyes y para reformarla, el carácter de garantes de la institucionalidad de las Fuerzas Armadas, el sistema electoral etc.). Sin embargo, las reformas no fueron capaces de generar adhesión transversal por parte de la ciudadanía, y la Constitución de 1980/2005 mantuvo su esencia ideológica. En una entrevista el 2019, Carlos Cáceres –exministro del Interior de Pinochet y quien negociara las reformas de 1989– sostuvo que lo más importante de la Constitución de 1980 es lo que no se ha modificado: “el capítulo que habla de las bases de la nacionalidad, y ahí establecido, el orden de la subsidiariedad, la finalidad del Estado al bien común, y luego el capítulo de las garantías fundamentales, donde están los resguardos de la preeminencia de la libertad individual”.[11]
El éxito de la dictadura de Pinochet en codificar constitucionalmente su proyecto neoliberal autoritario, ha tenido costos importantes para la práctica política. Desde al menos el 2009, las candidaturas presidenciales presentaban como parte de sus programas de gobierno una propuesta de nueva Constitución. Desde el 2019, y a partir del estallido social del 18 de octubre de ese año, se han intentado distintos mecanismos de diseño constitucional: procesos deliberativos, asamblea constituyente, bases parlamentarias, plebiscitos de entrada y salida, comisión experta y participación ciudadana. El país se transformó en un seminario permanente de derecho constitucional. Y todavía queda por ver si será posible -en este tercer intento- construir las bases constitucionales que aseguren la legitimidad del poder político y la convivencia democrática, a cincuenta años de que fuesen destruidas por el golpe de Estado de 1973.
* Este texto não reflete necessariamente as opiniões do Boletim Lua Nova ou do CEDEC.
Ahumada J. La Crisis Integral (1958)
Ahumada, P. y Muñoz, F. La historia de nuestras constituciones: dos siglos de historia constitucional republicana, en: Lorca, R. (et.al) eds. La Hoja en Blanco. Claves para conversar sobre una nueva Constitución (2020)
De Vylder, S. Allende’s Chile (1976)
Debray, R. Conversaciones con Allende (1971)
Faúndez, J. Democratización, Desarrollo y Legalidad (2011)
Garcés, J. El Estado y los Problemas Tácticos en el Gobierno de Allende (1973)
Gil, F. The Political System of Chile (1966)
Heise, J. 150 Años de Evolución Institucional (1996)
Loveman, B y Lira, E. (eds.) Fuentes para la Historia de la República. Volumen L (2020)
Mansuy, D. Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular (2023)
Martner, G. La vía pacífica al socialismo, en: El Trimestre Económico, Vol. 51, No. 204(4) (Octubre-Diciembre de 1984), pp. 761-809
Meller, P. Un Siglo de Economía Política Chilena (1996)
Novoa, E. Derecho, Política y Democracia. Un punto de vista de izquierda (1983)
El Derecho como obstáculo al cambio social (1975)
Rodríguez, Javier E. Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009): Historia de su economía política (2017)
Pinto, A. Chile un caso de Desarrollo Frustrado (1959)
[1]* Profesora asistente, departamento de Ciencias del Derecho, Facultad de Derecho Universidad de Chile. Es abogada y doctora en Derecho, Universidad de Chile, LL.M Duke University. Dicta los cursos de Introducción al Derecho y Teorías de la Justicia. Sus áreas de interés son el derecho constitucional, la teoría del derecho, y el derecho y la economía política.
[2] Esta narrativa contrasta con el sentido de crisis que se denunciaba a partir de los cincuenta, tanto económica como social, lo que Ahumada (1958) resume en la crisis integral de Chile, mientras Pinto (1959) lo expresaba como una creciente contradicción entre el desarrollo político pujante del país y el pobre crecimiento económico, lo que frustraba las posibilidades de desarrollo.
[3] La bibliografía sobre la materia es cuantiosa (Garcés, Corvalán, Altamirano, Martner, Moulian, Garretón, Novoa).
[4] Por ejemplo, en un comentado libro Daniel Mansuy arguye que la vía chilena estaba condenada a su destino, que se trató de un programa personalista y que “la izquierda criolla decidió desconocer la complejidad del Estado chileno” (2023, p. 194). Por su parte, para Sebastián Edwards el programa era política y económicamente inviable, mientras que Sergio Muñoz recientemente celebra “examen y revisión de la historia con menos inhibiciones que las que prevalecieron por largo tiempo” que redundan en “la responsabilidad mayor de quienes gobernaban” en el quiebre de la democracia.
[5] Por ejemplo, en las elecciones presidenciales de 1970, Salvador Allende obtuvo una mayoría relativa del 36,2% de los votos, mientras que Radomiro Tomic el 27,8% de las preferencias.
[6] Véase De la Cruz, 2019
[7] Faúndez, 2011. También, el mismo autor indica cómo a partir de la llegada de la “democracia radical” esa actitud deferente fue cambiando, y es de público conocimiento la disputa epistolar entre el presidente de la Corte Suprema con el presidente Allende.
[8] Destaco la palabra “experiencia” porque es recurrente calificar de esa manera al gobierno de la Unidad Popular. Recientemente, se publicó la obra póstuma de Patricio Aylwin titulada “La experiencia política de la Unidad Popular 1970-1973” (Santiago, Debate, 2023), que relata en palabras de un testigo directo, el rol que tuvo la Democracia Cristiana en dicho periodo. También, Joan Garcés, publica en 1976 “Allende y la experiencia chilena”.
[9] Véase Revista APSI Año 5 N°84, 21 de octubre al 3 de noviembre de 1980
[10] Benjamín Prado fue senador democratacristiano por Valparaíso y presidente del partido. La intervención de Prado es la siguiente: “si yo soy asaltado en la calle, a mano armada, y me quitan la cartera y me golpean y me impiden moverme, y me amarran y estoy maniatado y amordazado, yo creo que mi primer interés no es discutir con el asaltante la legitimidad del acto que está ocurriendo, sino que ver de qué modo me deshago de ese riesgo y de ese peligro”
[11] Entrevista diario El Mercurio, 28 de julio de 2019.
Fonte Imagética: Salvador Allende junto a José Tohá en 1971 [Fotografía], colección Enterreno Chile, 1971, Archivo Enterreno (https://www.enterreno.com/moments/salvador-allende-junto-a-jose-toha-en-1971). Reconocimiento – No Comercial (by-nc)