Eduardo A. Chia[1]*
Recientemente se ha publicado en este boletín una interesante reflexión sobre Salvador Allende y el derecho a propósito de los 50 años del golpe de Estado al gobierno de la Unidad Popular en Chile (1970-1973). Paula Ahumada aborda, entre otras cosas, un aspecto que no ha sido ampliamente relevado: la racionalidad del empleo estratégico de la constitución y legalidad moderna por parte del presidente Allende. Este breve escrito se inscribe en dicho análisis.
El plan de trabajo se articula en cuatro breves secciones. Primero (I) se presenta una introducción destinada a contextualizar y delinear los principales ejes de la discusión. A continuación (II), se establecerá un marco teórico que servirá como fundamento analítico para la exploración del tema. La tercera sección (III) se dedica al examen específico de cómo la legalidad moderna fue empleada durante el gobierno de la Unidad Popular en Chile. Por último (IV), se ofrecen algunas palabras a modo de conclusión
I
El gobierno de la Unidad Popular emprendió un proyecto inédito: transitar gradualmente al socialismo y transformar las relaciones de producción por vías pacíficas. Lo que hizo único a este programa fue la adhesión y empleo de la legalidad burguesa y el constitucionalismo para alcanzar estos fines. Pero no se agotaba en ello; estuvo acompañado, en paralelo, de la intensificación de un proceso político de consolidación del poder popular en la sociedad chilena. Podría decirse que hubo, por un lado, un impulso institucional “desde arriba” y, por otro, una movilización de fuerzas sociales “desde abajo”, que en no pocas ocasiones resultaron antagónicos. Si bien la coalición de gobierno estaba compuesta por partidos y facciones heterogéneos, la unidad ideológica de su programa consistía en el consenso respecto a una concepción del mundo articulada por principios marxistas. Esto significa que el materialismo dialéctico era una base para los análisis y decisiones sobre las estrategias a seguir respecto del tratamiento de la legalidad burguesa en el contexto de la Unidad Popular. Ahora bien, adoptar esta perspectiva conlleva integrar dos ejes de análisis.
El primero dice relación con la coyuntura concreta de Chile en ese entonces. Vale decir, preguntarse cómo dichas circunstancias materiales sirven de prisma a través del cual se revelan complejidades y matices que la teoría debe abordar. A nivel institucional, el desarrollo histórico de Chile había consolidado una democracia liberal representativa plenamente operativa en la que prevalecían las formas constitucionales. Es decir, las prácticas y la consciencia de los operadores del derecho producían y reproducían el constitucionalismo y la forma jurídica moderna. En dicho contexto, el aparato estatal se encontraba dominado mayoritariamente por los representantes de la burguesía y oligarquía chilena por lo que la “razón jurídica” era en gran medida la razón de dichas clases. Esa fue la realidad material a la que se vio enfrentada la Unidad Popular. Desde luego, dicha constatación no invalida que se hayan logrado avances progresivos para la clase trabajadora a partir de esa misma legalidad e institucionalidad en la medida que resultaran inocuos para los poderes dominantes.
El segundo eje concierne al marco teórico más abstracto que informa nuestra comprensión y reflexión sobre hechos específicos. Las elaboraciones teóricas de Marx y Engels junto a sus posteriores interpretes proporcionan elementos analíticos para un escrutinio crítico de la forma del derecho moderno y su eventual rendimiento como dispositivo para la transformación social. Por ende, observar el caso de la tensión entre la legalidad liberal y el programa político de la Unidad Popular a través de este paradigma podría arrojar respuestas que la teoría tradicional del derecho no logra captar. Es precisamente la pretensión de integrar teoría y práctica lo que caracteriza el enfoque materialista.
II
Para la teoría jurídica materialista, el derecho moderno posee una autonomía que debe circunscribirse a su pertenencia a un todo social. La sociedad es una unidad diferenciada y compleja que está integrada por instancias dinámicas y fuerzas desiguales dialécticamente interrelacionadas. Cada una posee una autonomía que habilita su interacción continua de unas con otras. Esta es la razón por la que algunos autores (Engels, 1890, Althusser, 1965, Poulantzas, 1965) han planteado la idea de una “autonomía relativa” del derecho. Es una categoría paradójica empero significa básicamente que si bien el derecho posee un lenguaje, lógica y formas únicas (irreducible), su determinación está influenciada decisivamente por fuerzas sociales antagónicas que componen el todo social (dependiente). El derecho no sería un orden cerrado sobre sí mismo sino que un orden relacional. Las interacciones dialécticas entre estas fuerzas son fundamentalmente materiales y en una formación social capitalista las acciones y decisiones de agentes que ostentan el poder económico y político tienden a predominar en la estructura social. El derecho, entonces, refleja y abstrae aquello que es determinado por dichas fuerzas. Esto es lo que se conoce en la literatura materialista como “la determinación en última instancia” por parte de la economía (o la producción y reproducción de vida material actual). Lo anterior no es determinismo causalista sino compatibilismo entre autonomía y determinación. Por consiguiente, para superar las relaciones y formas jurídicas vigentes se requiere transformar las relaciones de producción dominantes
Para la perspectiva materialista del derecho, lo antes expuesto se enmarca en la correlación entre base económica y elementos superestructurales. Este esquema no reduce el derecho a un mero espejismo de las relaciones de producción pues cada instancia superestructural posee efectividad y especificidad propia. En este contexto, se torna problemático afirmar que el derecho es constitutivo de un modo de producción, ya que tal afirmación lleva implícito un tipo de reificación que lo sitúa como una entidad completamente autónoma y preexistente que estructura el todo social (la economía sería una construcción jurídica). Este enfoque antimaterialista corre el riesgo de elevar el derecho a un estatus cuasi trascendental, convirtiéndolo en un sustrato constitutivo original que subyacería a toda formación social. Tal presuposición oscurece el hecho de que el derecho es una construcción humana constantemente reconfigurada por procesos históricos, dinámicas de poder y determinada en última instancia por las relaciones materiales. La idea de apelar a la juridicidad moderna para la transformación social difícilmente podría fundamentarse en una ontología fundacionalista del derecho. La concepción materialista de la legalidad toma distancia de las posturas que presentan el derecho como fenómeno aislado y a-histórico.
La autonomía “relativa” del derecho moderno provee un momento intersticial en el que sus operaciones se despliegan de maneras tan ambivalentes como contradictorias. Dentro de la estructura formal de la legalidad, por un lado, se brinda a las fuerzas sociales un campo para la interpretación, aplicación y reforma de las normas jurídicas, lo que posibilita procesos que podrían considerarse en la dirección de ser socialmente emancipatorios. En este aspecto, la forma jurídica actúa como un facilitador de la libertad. Por otro lado, la misma estructura formal del derecho también sienta las bases para la excepcionalidad, la violencia institucionalizada, la negación de libertades y la represión. En este contexto, el derecho moderno legaliza formas de violencia. De este modo, la dialéctica del derecho moderno no se reduce a dimensiones puramente instrumentales o exclusivamente emancipatorias de la legalidad; más bien, integra ambos momentos en su interacción continua.
En este escenario, las fuerzas sociales que prevalezcan en la disputa de clases serán decisivas para incidir en la determinación del derecho mediante las formas jurídicas y, eventualmente, en su transmutación. A este respecto, el desafío para las fuerzas políticas transformadoras consiste en obtener la unidad de los momentos antagónicos del derecho para así superar sus ambivalencias. En términos generales, la consecución de esta síntesis requiere la sublimación de la legalidad moderna, mediante movimientos simultáneos de cancelación, preservación y trascendencia.
III
El programa de la Unidad Popular se acometió a materializar estos postulados. En efecto, el presidente Allende en algunos de sus discursos en 1971 y 1972 remarcó que el ordenamiento jurídico chileno se “adaptaría” o “adecuaría” a las demandas transformadoras del socialismo en el tránsito hacia una “nueva institucionalidad” en una “nueva realidad social” que acompañaría la “superación del capitalismo”. Simultáneamente, esta transformación sería constitucional pues el programa de gobierno contemplaba el establecimiento de una constitución socialista que si bien mantenía las estructuras del constitucionalismo burgués, incorporaba innovaciones populares. Pues de eso se trataba: suprimir y preservar para trascender. Uno aquí puede observar la presencia, con ciertos matices, de la autonomía “relativa” del derecho en esa “flexibilidad” institucional que se describe. En efecto, la pretensión de sublimar la legalidad moderna no significaba destruirla sino subvertirla desde sí misma. Hasta cierto punto, el objetivo se materializó, puesto que se promulgaron varias leyes con orientación socialista antes de que la oposición decidiese cesar la aprobación de proyectos legislativos. A pesar de este revés, el acatamiento de la legalidad y la constitución se mantuvo inalterable.
Es en este contexto que surge lo que se conoció como el empleo de “resquicios legales”, que causaron profunda irritación en el reaccionarismo. No era sino una estrategia jurídica destinada a subvertir inmanentemente la legalidad vigente. Ello fue así por lo siguiente: el derecho moderno se caracteriza por su positividad, generalidad, coercitividad, sistematicidad, formalidad y, sobre todo, por ser un derecho de la persona. Sin embargo, el carácter formal ha sido muy significativo para la práctica jurídica. No significa otra cosa que el derecho es indiferente a lo que un orden social aprueba o reprueba en término valorativos: existe y funciona formalmente. Los “resquicios legales” son una manifestación de ese formalismo pues son intersticios liminales de un sistema jurídico concreto producto de las ambivalencias y contradicciones internas del derecho. El recurso a estos momentos formales de la juridicidad puede ser objetado solo desde un punto de vista moral. La oposición de la Unidad Popular criticó los “resquicios legales” porque se vieron enfrentados a un caso en el que paradójicamente su legalidad podía operar en contra de sus intereses de clase. No fue una impugnación sobre la ilegalidad de la medida sino sobre su mérito, de conformidad con los estándares de quienes no les acomodaba la interpretación.
Ahora bien, el presidente Allende estaba consciente de la dificultad de la propuesta de transición socialista mediante la legalidad y el constitucionalismo. En uno de sus discursos de 1972 —ya inquieto acerca del destino de Chile— se pregunta:
“La gran cuestión que tiene planteado el proceso revolucionario, y que decidirá la suerte de Chile, es si la institucionalidad actual puede abrir paso a la de transición al socialismo. La respuesta depende del grado en que aquélla se mantenga abierta al cambio y de las fuerzas sociales que le den su contenido. Solo si el aparato del Estado es franqueable por las fuerzas sociales populares, la institucionalidad tendrá suficiente flexibilidad para tolerar e impulsar las transformaciones estructurales sin desintegrarse.”
El presidente Allende tenía claro que la subversión del derecho y la constitución no bastaba. Como fiel materialista, pensaba que las instituciones por sí mismas, prescindiendo de su engranaje social, son constructos ideales; por ende, escribirlas y reescribirlas en abstracto resulta en ejercicios vanos, meras tecnologías que no logran cambios políticos significativos. Sabía que la cuestión decisiva residía en las relaciones materiales. Por eso Allende reconoce que las fuerzas sociales populares —y no las instituciones burguesas— eran el sostén último del gobierno de los trabajadores. En ese orden de ideas, destaca que “los factores que generan el proceso revolucionario no se encuentran en las instituciones, sino en las nuevas relaciones de producción que se están instaurando.” Esto significa que la transformación de la legalidad e institucionalidad, “sin desintegrarla”, vale decir, conservando y superando, necesariamente tenía que ir acompañado de un desarrollo paralelo de poder popular. De ahí su insistencia en que son las fuerzas sociales las que “dan vida” al idealismo institucional y sin dicho poder la trascendencia de las relaciones productivas se hace imposible. La cuestión de las correlaciones entre base y superestructura es nítida en estos discursos. La autonomía “relativa” del derecho, esa “flexibilidad” que se menciona, es determinada en última instancia a partir del antagonismo social en la base económica de la sociedad.
Ahora bien, a nivel superestructural, a partir de la dialéctica del derecho moderno, en efecto se impulsaron y lograron avances sin precedentes para los trabajadores por vía de la legalidad. Cabe remarcar que se concretaron no tanto por la “tolerancia” y “flexibilidad” del orden jurídico y constitucional sino porque la clase dominante chilena “toleró” ciertas reformas legales a través de su validación en el sistema institucional. No obstante, cuando el proceso de cambios fue expandido y llegó a comprometer los intereses innegociables de la burguesía y oligarquía chilena —sus rentas— no hubo “tolerancia” sino reacción que pronto devino en violencia desatada. A este respecto, las observaciones de Ralph Miliband (1973), realizadas poco después del golpe de Estado en Chile, resultan esclarecedoras:
“[L]a experiencia chilena […] ofrece un ejemplo muy sugerente sobre las potenciales consecuencias que podrían acontecer cuando un gobierno, en el contexto de una democracia burguesa, da la impresión de que genuinamente se propone implementar transformaciones significativas en el orden social y orientarse hacia objetivos socialistas, aunque lo haga de manera constitucional y gradual”.
La historia evidenció, asimismo, que no solo grupos locales poderosos, sino también compañías transnacionales con intereses en el país manifestaron inquietud ante la regulación de privilegios que les generaban excedentes económicos. Notablemente, estas entidades contaron con el respaldo manifiesto de potencias extranjeras, como se ilustra en el caso de multinacionales estadounidenses como I.T.T. Esta empresa y otras, junto con el gobierno de los EE.UU. y sectores de la elite chilena, colaboraron de manera impúdica en los esfuerzos conjuntos para desestabilizar el gobierno de la Unidad Popular.
Como es ampliamente reconocido, antes de que se pudiera seguir avanzando en el programa, la “vía chilena” de transición al socialismo fue abruptamente destruida; el potencial del poder popular para la transformación social fue aniquilado. Tal como el presidente Allende lo sabía, esta experiencia subraya la influencia determinante de las fuerzas sociales dominantes en una coyuntura específica. Esta observación fue corroborada una y otra vez. Eric Hobsbawm (1973), por ejemplo, amarga y perspicazmente señaló que “el gobierno de Allende no fue una prueba que demostrara la posibilidad del socialismo democrático, sino como mucho una prueba de la voluntad de la burguesía de ceñirse al derecho cuando la legalidad y el constitucionalismo ya no le benefician”. Esta observación resalta la violencia factual e institucionalizada ejercida por la burguesía y la oligarquía chilena, luego ejecutada despiadadamente a través del aparato militar, como un reflejo extremo de los temores existenciales que ellos sentían ante la posibilidad de una transformación del orden jurídico que ponía en riesgo sus privilegios. Este es el orden de la legalidad moderna —su legalidad.
Paradójicamente, esta violencia se desplegó luego bajo el manto de la legalidad de la excepcionalidad: la Junta Militar y los juristas que respaldaron el golpe de Estado se aferraron rápidamente a los principios del derecho burgués y el constitucionalismo para legitimar sus acciones, incluidas las atrocidades y masacres cometidas. Se intentó rápidamente de proveer racionalidad legal a la irracionalidad factual. Este recurso al derecho burgués refuerza la complejidad inherente y las contradicciones del papel del derecho en contextos de conflicto social y cambio político. Enigmáticamente, el derecho moderno se presenta ante nosotros con una cara de Janus.
IV
El gobierno de la Unidad Popular, liderado por Salvador Allende, constituyó la más extraordinaria hazaña empírica de subvertir la legalidad y el constitucionalismo burgués en el contexto de una transición pacífica al socialismo. Esta experiencia concreta desafió disquisiciones teóricas y demostró que las formas jurídicas capitalistas podían superarse mediante una articulación de los momentos liberadores del derecho, impulsada por un conglomerado de fuerzas sociales democráticas. Este proceso se inscribe en esta autonomía jurídica “relativa” y la dialéctica del derecho moderno que abre espacios para tal redefinición. Es imperativo subrayar que el cese de este proyecto no se debió a disfunciones internas, sino que fue interrumpido fulminantemente por las intervenciones violentas del conjunto de fuerzas reaccionarias. Tras ello, vino una dictadura en la que la legalidad burguesa mostró su momento más opresivo.
Para concluir, resulta instructivo reproducir unas palabras de Maurice Duverger (1973), que retrata de manera magistral la tensión entre derecho, violencia y conflictividad social en el caso chileno. Muestra el problema de fondo al que se pueden ver enfrentados los proyectos emancipadores pacíficos graduales mediante el recurso a la legalidad y la constitución modernas:
“En tanto la derecha chilena creyó que la experiencia de la Unidad Popular llegaría a su fin por la voluntad del electorado, mantuvo una actitud democrática. El respeto a la constitución significaba dejar que la tormenta pasara por sí sola. Cuando temió que la tormenta no acabaría y que el funcionamiento de las instituciones liberales desembocaría en la permanencia de Salvador Allende en el poder y en el desarrollo del socialismo, prefirió la violencia antes que la ley.”
Como se procuró demostrar, la “vía chilena” hacia el socialismo constituyó un proyecto racional. Su realismo, anclado en una coyuntura concreta del desarrollo histórico chileno, sigue planteando preguntas acerca del potencial emancipatorio del derecho moderno. La factibilidad de este proyecto solo se vio abatida por la irracionalidad intransigente de la burguesía y oligarquía chilena en complicidad con los intereses imperiales.
* Este texto não reflete necessariamente as opiniões do Boletim Lua Nova ou do CEDEC.
[1]* Doctorando en Derecho, Universidad Johann Wolfgang Goethe, Frankfurt am Main. E-mail: eduardo.chia@gmail.com
Fonte Imagética: Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, CC BY-SA 3.0 cl, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11201689. Aceso en 2 oct 2023.